Papeles de paz
La puerta de la sala de entrevistas se cerró y fue la señal para que sus lágrimas comenzaran a brotar y recorrer su rostro.
─La culpa es de quien entra a México, ¿no? ─dijo Amelia, originaria de alguna comunidad en Centroamérica–. Yo estoy muy agradecida con México, con la gente que nos ha tendido la mano, a mí y a mis hijos. Pero es muy duro que nos griten en la calle: «¡Vete a tu país! ¡No te comas nuestra comida!» Le juro que yo no quiero hacerlo ni quiero robarles nada. Si yo salí de mi país fue por necesidad, por las cosas que nos pasaron ahí. Me angustio porque cómo voy a defender a mis hijos, cómo les explico por qué la gente nos dice eso en la calle. Me da mucho miedo. Mis niños me preguntan por nuestra casa, que cuándo vamos a regresar, me preguntan por qué la gente de acá no nos quiere. Perdí a mi esposo, me lo mataron. Cuando veníamos para acá nos asaltaron y no sé nada de mi hermano desde entonces. Mi mamá no pudo salir con nosotros porque es mayor, me da miedo que le pase algo. A mí me violaron y yo luché, me quise defender, no sé qué me hizo querer seguir viva. Nuestra vida fue destruida, pero sigo adelante porque tengo fe, porque el amor y la seguridad de mis hijos es sagrado, tengo sueños, quiero trabajar, ayudar a mi familia, que mis hijos no pasen por el dolor que ha atravesado toda mi vida.
─Mi esposa dice que sería bueno hablar con un psicólogo porque me ve de capa caída ─describe un hombre en su década de los 30, pero cuyo rostro refleja más edad─. Llevo varias semanas buscando trabajo. Se siente terrible no tener qué darle de comer a mi familia. Salgo a la calle por horas buscando un trabajo, ayudo en las obras, en lo que pueda, para sacar una moneda que me deje llevar, aunque sea, una tortilla a mi casa. ¿Usted ha visitado mi país? Ahí los campos son verdes. Si yo estuviera allá estiraría mi mano y alcanzaría una fruta, un manjar de árboles que años atrás sembré con la esperanza de que a mis hijos y nietos no les faltara qué comer. Si estuviéramos allá, mi mujer se acompañaría con sus hermanas o iría a donde su mamá para que le diera consejo. Allá quedó todo en ruinas. Salimos con la esperanza de que en México sería mejor, más seguro. Pero ¿sabe?, llevo varias noches sin dormir. Cuando veo la cara de mi niño que sonríe y me pide jugar, hago mi mayor esfuerzo. A veces siento que no puedo más. Pero sentarme o darme por muerto no es aceptable para mí─.
¿Es la historia de Amelia? ¿O de Roberto? ¿O de Juan o de María? Es alguna de las 70,302 solicitudes de asilo que México recibió durante 20192. En diferentes textos se describe a la resiliencia como la capacidad de adaptarse y superar la adversidad, pero cuando escuchas las historias de sobrevivencia y lucha de las personas desplazadas, solicitantes de asilo o de la condición de refugiado sabrás que lo que han logrado es mucho más que el concepto.
Las personas que resurgen desde el dolor, la injusticia y el trauma necesitan acompañamiento, tiempo y estrategias para reconocer cómo lograron ponerse a salvo, así como a sus seres queridos, así como el cuán capaces han sido para seguir adelante a pesar de las amenazas, la violencia extrema, la violencia sexual y de género, de la persecución por pandillas, del acoso por la orientación sexual o la identidad de género, por sus creencias religiosas, sus opiniones políticas o su pertenencia a determinado grupo, más la pobreza y la marginación. Es en esta encrucijada que el apoyo psicológico es imprescindible.
¿Qué deja atrás alguien desplazado? Familia, proyecto de vida, lazos, fuentes de apoyo, sus cimientos, sus referentes, sus posesiones y sus medios de vida, entre otras cosas o valores. La seguridad sobre su lugar en el mundo, tanto físico como de identidad, disminuye; y, con frecuencia, la esperanza, también.
Al llegar a un país nuevo en idioma, en costumbres, en espacios y en formas, se enfrentan a la incertidumbre o a la carencia de techo, de comida, de acceso a salud; al aislamiento sociocultural y a la falta de redes solidarias, y, por supuesto, a los prejuicios y al estigma de venir de otro país; incluso a la culpa por sobrevivir y tener acceso a apoyos que sus seres queridos en el país de origen no podrán.
¿Qué efectos trae el proceso de establecimiento en un nuevo país psicológicamente hablando? Incertidumbre, miedo, estrés crónico y múltiple, que pueden ir de menor a mayor intensidad, o dificultad para gestionar a partir de los recursos individuales, sociales y estructurales, y quedar vulnerables a episodios de depresión o ansiedad, así como al abuso de sustancias como un mecanismo para sobrellevar esta condición y el hambre.
A la historia de desplazamiento forzado la permean la injusticia, la tragedia, la impotencia, el despojo, la traumatización múltiple y, para muchos incluso, la traumatización crónica. Sin excusar la falta de justicia social y urgencia de cambios estructurales, en el acompañamiento psicológico respetuosamente se abre la posibilidad de observar los demás matices de esta historia, de considerar la oportunidad de construir incluso a partir de las ruinas, donde todavía hay fe, esperanza, solidaridad, resiliencia y capacidad de gestión, aun cuando ya no se tiene más energía. Porque las decisiones y acciones se han emprendido desde el amor, los valores y los anhelos, y se ha transformado en el genuino interés por mejorar la calidad y expectativa de vida propia y de los seres queridos, en activismo, compromiso y gratitud.
El instinto de sobrevivencia se enriquece más allá de lo automático, cuando se transita por un proceso reflexivo, se reconoce como un acto volitivo, como la capacidad de decisión-acción desde las opciones humanamente posibles y donde el miedo se transforma de un bloqueo a un impulsor.
1 La autora es psicóloga comprometida con las causas sociales.
2 COMAR (2020). Estadísticas de solicitantes de refugio en la COMAR al mes de diciembre de 2019. https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/522537/CIERRE_DICIEMBRE_2019__07-ene_.pdf
IMAGEN Programa Casa Refugiados
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