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Lo que me espera*

20 septiembre, 2021 | 0 Comments
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Lo que me espera*

 

Autora: Natalia Lucía Bucio Pérez

 

 

Eran las once de la noche y no había regresado a casa. Escuchaba a Marissa, mi madre, llorando en la cocina mientras yo abrazaba a Melany con toda mi fuerza. La noche pasó así, con un extraño y amargo olor a miedo. A la mañana siguiente desayunamos en silencio con un lugar vacío en la mesa. Estábamos seguras de que había pasado lo que más temíamos en esta vida, pero no lo podíamos decir ni aceptar hasta que llegaran con la noticia. A las cuatro de la tarde tocaron la puerta, fuerte y secamente. Sentí una última esperanza de que llegara a abrazarnos y decirnos que estaba bien. Mi madre abrió la puerta. Era José: “Encontraron su cuerpo cerca del basurero. Lo lamento mucho, Marissa, pero se tienen que ir ya, antes de que vengan por ustedes”. Marissa se derrumbó en el piso llorando con toda la fuerza que le quedaba. Melany, tan inocente como siempre, me preguntó qué pasaba, que por qué lloraba mamá. Me arrodillé frente a ella y, con mis manos en su cabecita, le dije: “Cipota, desde hace mucho, unos señores basura estaban encachimbados con papá. Él estaba choteado por ellos y ayer en la noche le hicieron algo muy malo, y nos tenemos que ir ya, pero todo va a estar macanudo mientras estemos las tres juntas”. Melany puso su mejilla en mi hombro y volví a apercollarla como la noche anterior.

Antes de una hora ya teníamos listas tres mochilas, con lo que nos cupo. Melany lloraba por no poder llevar todos sus muñecos, pero creo que era por miedo y por no entender qué pasaba con papá. A mí no me fue difícil elegir lo que me iba a llevar; lo que se me dificultó fue pensar en no volver a ver a mis aleros, ni a mi apajuilada pero bella abuela. De alguna forma, mi casa, mi barrio, mi vida entera se estaba acabando. ¿Cómo es posible que alguien tenga que meter su vida en una mochila y no mirar atrás?, ¿cómo es posible que asesinen a tu esposo o a tu papá, y ni siquiera puedas despedirte? Nunca había sentido tanto miedo en mi vida, estaba atortujada. Mamá no parecía la misma de antes, ya no derramaba una sola lágrima, no hablaba y preparaba nuestra salida sin detenerse. Parecía un robot sin sentimientos.

Salimos casi a las seis para agarrar la baronesa. No había oscurecido. Antes de cerrar la casa, traté de mirar rápidamente cada rincón para guardarlo para siempre en mi memoria. Yo había crecido ahí, y en un solo día pasó de ser el hogar de una bonita familia a paredes sin alma.

Después anduvimos a pata. Podíamos ver en los ojos de la gente el dolor que guardaban; quizá así estaban antes, pero no me había fijado en eso. Sentí que mi familia y yo éramos solo un caso entre millones. Nos habían matado a mi papá, pero a otros les han matado a familias enteras dejando sus cabezas en la basura.

Anduvimos horas hasta la llegada de la noche. Paramos a descansar y comimos parte del casamiento que llevamos de casa. Lo pienso y todavía siento que los pies me duelen, que todo el cuerpo me suda, que tengo ampollas y sangre, que Melany llora y ya no quiere seguir, que a nuestro alrededor se sincronizan los llantos.

Pasaron tres días así. Al día siguiente algunos subieron a camionetas. Ahí llegaban reporteros, grababan, preguntaban. Me sentía agotada y cansada de miedo, en una especie de caminata hacia la muerte, pues ya sabía que solo algunos pocos logran llegar a su destino.

Así seguimos en caravana hasta llegar a Guatemala. Marissa había escuchado que una tía se había ido a México y le dieron refugio, que pudo quedarse a vivir ahí y que encontró un trabajo. Pero en el camino decían que había un bicho de China que era peligroso y que estaban dejando pasar a menos gente que antes porque podrían traer el bicho. Pero yo no entendía nada: nadie de nosotros venía de China ni era de allá.

La mayoría de la gente en la caravana quería ir hasta Estados Unidos, pero nosotras no conocíamos a nadie ahí, estaba lejísimos, no teníamos pisto suficiente y nos conformamos con quedarnos en México. Mientras nos acercábamos, cargando nuestro dolor en la espalda y los pies, escuchamos rumores de que los chepos y chafarotes violaban a niñas de nuestra edad. Ya lo sabía, pero ese día lo sentí: tener 16 años, ser mujer y vivir en Centroamérica es un peligro, pero por momentos tenía la esperanza de que en México no fuera así.

Desde niña aprendí a sobrevivir las miradas, los comentarios, el acoso, las caricias sucias sin consentimiento, pero solo pensar en una violación me hacía sentir terror, como ser un objeto, una cosa sin ningún valor. En mi escuela, varias compañeras quedaban embarazadas para nunca más salir de su casa, y yo no quería ese futuro; quería estudiar y trabajar para darle pisto a mi mamá.

Ya sin fuerza alguna, por fin llegamos a la frontera con México, que estaba llena del jura mexicano y se veían todos enojados. No sabíamos qué hacer, pero en el camino nos habían contado de un albergue en Tapachula y Marissa decidió que ahí íbamos a ir.

Estuvimos un tiempo en el albergue. Yo quería hablar con mis aleros. Mi mamá estaba deschambada y se salía a buscar trabajo en los restaurantes y fondas cercanas. La vida en el albergue no era mala. Nos daban osmil en la mañana, dormíamos en literas, los voluntarios eran amables y pude hacer algunos compas; a veces jugaba a la potra y teníamos lugar para nuestros maritates; hasta llegué a ver a Melany compartir su pichinga favorita con una cipota ecuatoriana.

El problema era que antes de dormir miraba el techo como aquella noche y me daba mucepo. Extrañaba a mi papá más de lo que es posible extrañar a alguien, no podía creer ―y tampoco lo creo aún― que nunca más lo vería ni me abrazaría. Quería mi casa. Quería mi vida de vuelta, esa vida que me arrancaron. Pero me sentía egoísta al pensarlo después de escuchar las historias de otros migrantes. Nunca me imaginé que en una sola casa pudieran caber tantas historias de dolor, tanto terror. Es de no creerse.

Después, las cosas fueron cambiando. Desde nuestra llegada a este país, Marissa había puesto una solicitud de asilo, algo así como el permiso que necesitas para quedarte como refugiado en México; y un día nos dijo que había encontrado chamba de nacha en una casa de un buen barrio, que podría conseguir pisto suficiente para nuestra comida, que la familia nos daría un cuarto donde vivir y que a la vuelta había escuelas para Mel y para mí.

El primer día de escuela en México, cuando entramos al patio principal, los alumnos nos miraron como bichos raros. Pasaron las clases que parecían eternas y llegó el recreo. Una niña se acercó y me preguntó que de dónde era. Le respondí que era catracha y me dijo que hablaba muy raro, que mejor me regresara, que aquí no encajaba. Yo siempre había escuchado que la gente mexicana era muy amistosa, pero entonces pensé que “solo es así con su gente”. Lo que esa niña no entendía era que yo me hubiera regresado si pudiera, pero no tenía opción, y vivir ahora en su país era para nosotras la única forma de seguir con vida. Mi piel es morena, tengo el cabello chino y los ojos rasgados. Es cierto que no soy como las niñas de aquí, pero quería ―y quiero― vivir aquí.

Más adelante escuché en la escuela que aquel bicho pronto llegaría a México y tendrían que cerrar todo. Tenía temor de lo que pudiera pasar, y de nuevo olía a miedo.

Parecía eterno, pero ya han pasado dos años desde la pandemia y ahora que volteo hacia atrás, veo que la comunidad nos apoyó muchísimo. Nosotras tuvimos que regresar al albergue. Ahí nos dijeron qué era este virus, cuáles eran los síntomas y las medidas que se debían de tomar. Nos dieron mascarillas y surtieron a la casa de gel. Éramos muchos migrantes que solicitaban asilo, así que el comedor se acondicionó como dormitorio.

En el albergue, un día contamos sobre nuestras culturas y enseñamos palabras de nuestros países; también nos preguntaron nuestras historias y lo que para nosotros significaba ser refugiados, y nuestras respuestas se las enseñaron a niños de distintas escuelas. Debido al desempleo, muchas señoras, incluida mi mamá, empezaron a vender bordados y comida, y ganaron algo de pisto. Cada una de estas acciones ayudó a que se supiera quiénes éramos nosotros los refugiados, y familias mexicanas nos apoyaron, admiraron nuestras culturas y, lo mejor de todo, nos entendieron.

Ahora escucho mi nombre mientras me dirijo a las escaleras, le doy la mano al rector mientras tomo mi diploma. Me doy la vuelta y ahí están Melany y mi mamá, rebozando de alegría. No está mi padre y eso me hace llorar por dentro, pero yo sé que estaría muy orgulloso de mí. Y mi abuela también.

Lo logré. Me gradué a pesar de todo, del dolor, el hambre, el miedo y el cansancio. Soy refugiada y me gradué. Soy mexicana y siempre seré catracha. Y estoy ansiosa de ver lo que me espera en esta vida.

 

 

Notas:

*Cuento ganador de primer lugar en la categoría 16 a 17 años, del 13º Concurso sobre personas refugiadas con el tema: «Incluyendo para sanar» 2021, realizado por la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR); el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED); la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR); la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (SE del SIPINNA); la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México (CDHCM); y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Adaptación del cuento original realizada por Programa Casa Refugiados.

 

Imagen: Juntos saldremos adelante, de Francisco Ruiz. Dibujo ganador de primer lugar en la categoría 13 a 15 años, del 13º Concurso sobre personas refugiadas con el tema: «Incluyendo para sanar» 2021, realizado por ACNUR, CONAPRED, COMAR, SE del SIPINNA, CDHCM y UNICEF.

 

Publicación sin fines de lucro, con autorización de ACNUR.

 

 

Glosario:

Aleros: Amigos

Apajuilada: Alguien que anda triste, apagado

Apercollar: Abrazar alguien apasionadamente

Atortujada: Desanimada, confundida

Baronesa: Es un vehículo camión que se emplea para llevar pasajeros a bordo

Basura: Lo que se considera repugnante o despreciable

Casamiento: Arroz con frijoles

Catracha: Persona hondureña

Chafarotes: Militar

Chepos: Policía

Choteado: Vigilar a una persona.

Cipota: [persona] Que está en el período de la vida entre la niñez y la edad madura.

Deschambada: Sin trabajo

Encachimbados: [persona] Que está furioso o muy enojado.

Filo: Hambre

Jura: Policía

La potra: Partido de futbol informal y amistoso

Macanudo: Estupendo o magnífico

Maritates: Pertenencia

Mucepo: Tristeza, decaimiento de ánimo

Nacha: Trabajadora del hogar

Osmil: Avena

Pichinga: Muñeca

Pisto: Dinero

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